Dé dónde vienen las monedas?

De los cuños, de nuestras máquinas, sentencia el empleado de la casa de la moneda con la naturalidad y el orgullo del enterado (y la omisión ingenua hacia las que vienen caminito de ultramar).
De los bolsillos, atestiguan los nenes, avezados examinadores de pantalones adultos, comprometidos con la causa de los palitos de la selva y los chicles Bazooka.
De los lavarropas, reniega una esposa mientras saca la ropa húmeda del lavado, se seca las manos en los jeans y se pregunta por lo bajo por la idoneidad de un esposo ausente.
Si la pregunta llega a oídos de un coleccionista (no digamos ya un numismático) la respuesta seguramente adquirirá pluralidades …
De los amigos que viajan, de los clientes a los que –mecánica y casi casualmente-se menciona que uno colecciona, que sí, que las que pueda tener me sirven, que muchas –y anticipadas- gracias; de las veredas que se pasean con la mirada baja, de los pozos de los cimientos, y, por supuesto, de las casas de Numismática -ralas y modestas en el interior- y de la Ferias (tierra prometida donde las hubiera)…
Por supuesto, para estos últimos la variedad de respuestas no termina (ni cerca de hacerlo), aquí…

Supongamos que se trata de una ciudad grande; no Santa María de los Buenos Aires, pero s´´i una ciudad importante (quizás más de lo que lo es realmente).
Supongamos una ciudad con algún viso aún de pueblo; con mucho verde, muchas arboledas (de árboles sedativos, tal vez) y de calles pensadas para no desandar más de cinco cuadras sin caer bajo el reparo de una plaza.
Supongamos una ciudad en la que, entre tanta flora, haya proliferado (de un tiempo a esta parte, sobre todo) un puntual monte de curiosos arbolitos. De frutos medio exóticos (entre greenes y blues), hemos de suponerlos en una de las calles principales e, incluso, en una galería comercial.
Supongamos que en dicha galería, se cultivan a la sombra de carteles que ofrecen cruceros en el Costa Galana y que mencionan destinos improbables (y hasta inexistentes, ya); supangámoslos entre afiches –mal escritos, a mano, en papel de estraza- que anuncian anticipadas entradas para un próximo recital de Oasis o preventas para una gira despedida –que ya se ha despedido tiempo atrás- de los mismísimos Chalchareros …
Supongamos que, donde el pasillo principal se convierte en una L, haya un exiguo local, con una vidriera plagada de pipas, relojes de bolsillo, de muñeca, de goma, elefantitos de la suerte, pequeñas –y no tanto- estatuillas étnicas, viejas selecciones del Reader Digest, cámaras fotográficas de tromposos lentes, radios Spica (pero Spica, Spica) enfundadas aún en sus marrones armaduras de cuerina…
Supongamos, con el beneficio que el supuesto nos ofrece como coleccionistas, que estratégica –o azarosamente- entre toda aquella fauna de madera, malaquita, papel y metales, haya también monedas…
Supongamos que, luego de un pasaje fugaz –con fingida casualidad- uno tenga que esperar que la clientela despeje el lugar (que ciertamente no está pensado para multitudes; ni siquiera cuando éstas llegan a la discrétisima cuenta de tres…)
Supongamos que uno puede observar, entonces, cómo una señora (que ha dejado atrás ya sus mejores años), saca de una cajita –simple, de biyutería- una cadenita que deposita en la mesa de operaciones. Supongamos que, muñido de una lupa monocular, el anfitrión habla de 18 kilates y de unos pocos gramos; supongamos que, a la par, ambos se convencen de que con aquellas cosas “lamentablemente ya no se puede andar por la calle”, de que se está ofreciendo un “precio bárbaro” y de que “para qué las quiero yo”.
Supongamos que con mil y pocos pesos, las cosas cambian de dueño y que la buena mujer, con una media sonrisa, ofrece la cajita, mientras actualiza el •para qué la quiero yo”.
Supongamos que, por el afán de quien se dispone a buscar santos griales en un bazar, todo lo previo quede en un segundo plano en el momento.
Supongamos que sólo después, ya con el puñadito de monedas en la mano, una sonrisa medio avara y con la idea de haber hecho –en alguna instancia, en algún lugar- negocio; uno se permita hilvanarlo todo; rumiar el para qué las quiero –en tan poco tiempo repetido-, sonreir un poco menos y ensayar descripciones medio tristonas….
Bueno, hace un tiempo que mi colección se metió involuntariamente en un paréntesis (hay cierta prometedora carta que porfía en el centro de clasificación y que espero ofrezca mejor material para un próximo post) y entonces, lo que sigue es lo que pude recolectar de una excursión hecha ayer, con la excusa de financiar reyes tardíos –una mochila, una caña de pescar- y estrenar vacaciones.
Lo que sigue no es nada del otro mundo; alguna conmemorativa que ya no tenía, un par de piezas pensadas para intercambiar y dos, sí, que van para la colección (un níckel de 20 centavos del 97 y 25 céntimos republicanos).
Por lo demás; una respuesta para la pregunta del principio. Mis monedas salieron de ahí (casa de antigüedades suena a eufemismo capaz) , a cambio de 50 pesos…

Abrazo grandísimo. Y gracias por el tiempo; y por esta comunidad en la que uno comparte (a veces lo poco que hay) y aprende.

6 comentarios en “Dé dónde vienen las monedas?

  1. Aplauso !!! Un texto que me llevo de la sonrisa a lo simpatico, pasando por la orilla de la emocion, y la compra . . . .a "nosotros" nos gustan todas !

  2. O es una tremenda coincidencia o estas hablando de la galeria de calle 7 y 47 :O :O 😀 😀 😀
    Muy buen relato, mañana van puntines 😉

  3. @JPablo O es una tremenda coincidencia o estas hablando de la galeria de calle 7 y 47 :O :O 😀 😀 😀
    Muy buen relato, mañana van puntines 😉

    😉 😉 😉 😉 😉 😉 😉 😉 😉 😉 😉

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